El trueno y la manzana (fragmento, de la antología Barcelona Buenos Aires (once mil kilómetros), Trampa ediciones (España, 2019) / Baltasara editora (Argentina, 2019)

Dos mil dos estaba en pañales; el primer invierno de mi nueva vida se encontraba en su punto álgido. Seguíamos viviendo en Tallers, la calle de los discos y de los instrumentos musicales. El entresuelo que alquilábamos ya no era esa especie de club social espontáneo que había sido durante el verano. Con el cambio de estación el piso se había convertido en un iglú desamparado. Además de nuestras respectivas habitaciones la vivienda tenía otras dos, más pequeñas, que realquilábamos para compartir gastos. Igual que la venta callejera de cerveza o pasar la gorra después de cantar, realquilar habitaciones era una actividad ilegal que nos facilitaba la subsistencia. No nos dedicábamos a lo ilícito por capricho sino porque, sin papeles, no teníamos otra opción. Así la conocí. Una nueva inquilina que no llegó a dormir en su habitación ni siquiera la primera noche. Dos semanas más tarde nos considerábamos novios, o al menos eso llegamos a decirnos. No nos amábamos pero creíamos hacerlo, nos empeñábamos. La mexicana y yo.

Lo que me interesa contar es la ruptura, el game over. Un sainete que duró cuatro días y cuyo campanazo de salida resonó cuando advertí unas miradas entre mi querida inquilina y un conocido del barrio en el bar donde la susodicha trabajaba sirviendo copas. Miradas sutiles aunque cargadas de hormigueo y complicidad: la punta del iceberg de nuestro Titanic. Era un miércoles de estiércoles. Al día siguiente el instinto me hizo volver al bar por la tarde, en un horario poco habitual. Ahí los encontré, disfrutando del cortejo, radiantes. De más está decir que mi aparición fue un baldazo de agua helada. Él no aguantó mi presencia, me saludó nervioso, agachó la cabeza y salió a la calle; huyó. Ella vino hacia a mí exagerando su sonrisa infalible. En vano intentaba disimular la alarma en sus ojos. Entonces lo tuve claro: las cartas estaban echadas. Era un jueves de heces.

Por la noche nos pusimos los cuernos. Ella con ese galante francés y yo con una gallega mágica que había conocido por la calle. Pese a que aún no disponía de pruebas fehacientes, estaba seguro de lo que pasaba. No es por excusarme, pero saber con antelación que ella lo haría (si no lo había hecho ya) propició que yo también calentara sábanas ajenas. Y así llegamos al punto culminante, al viernes de mierda.

Como casi siempre, dormí hasta muy tarde. Me levanté, desayuné un plato de espaguetis, me duché, me metí un par de cafés en el cuerpo a modo de postre y me encaminé hacia el bar. A escasos metros de llegar, se interpuso en mi camino un colega marroquí, un tipo muy peculiar: cocinero, luchador grecorromano, modelo, percusionista, traficante menor, trapecista y violento (en estricto orden alfabético). Al menos, eso es lo que él dice. A mí sólo me consta que es las últimas cuatro cosas. Nunca lo vi cocinar, ni modelar, ni grecorromanear.

—Me molesta que mujer de amigo divierte con otro. ¡Eso está muy malo! ¡Muy malo! —disparó a mansalva. Nos quedamos algunos segundos en silencio, mirándonos a los ojos, hasta que nos interrumpió un trueno descomunal… El trueno más simbólico de mi vida. El cielo parecía un hipopótamo. El colega alzó la vista, murmuró algo en árabe y de un bolsillo sacó un par de porros a medio fumar. Encendió uno y con un gesto me lo ofreció. Negué con la cabeza y, sin haberle dicho una sola palabra, entré al bar. No había clientes, sólo ella.

Me recibió con un beso rutinario y la sonrisa ex infalible. Yo, de mármol.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

Le conté lo que acababa de decirme el trapecista. Más rápida que la luz, cogió una botella y se teletransportó a la calle. Tardé un instante en reaccionar. Cuando salí, ya estaba casi encima de mi confidente, insultándolo y agitando la botella amenazante. Él le quitó velozmente el arma y ella, no menos ágil, le estampó una buena trompada en la nariz al tiempo que giraba ciento ochenta grados y, sin dar chance a los segunderos de los relojes del mundo entero a moverse dos veces, reaparecía en el bar.

Y ahí estábamos de nuevo, el marroquí grecorromano y yo, en el mismo lugar en el que nos habíamos encontrado hacía unos instantes; pero ahora a él le sangraba la nariz. El infierno me miraba a través de sus ojos. Apretaba tanto los puños y los dientes que creo que cambió la presión atmosférica. La voy a matar, anunció (…)

* Extracto del relato “El trueno y la manzana”, incluido en la antología “Barcelona Buenos Aires (11000 kilómetros)“ publicada por Trampa ediciones (2019).

 

(el entresuelo de la calle Tallers, a.k.a. La Choza)

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s