Cada noche, al poco rato de haber apagado la luz para dormir, mi discurso mental espabila y embellece. Nunca logro registrar el hecho. Enciendo la luz para escribir y entonces la mejor inspiración, esa magia pudorosa, me abandona. A lo sumo recuerdo dos o tres frases… la lúcida y turgente catarata se evapora en un vano y vanidoso intento de enjaular estrellas fugaces. “Joder”, me lamento. Pero ya que he encendido la luz y cogido el cuaderno, vuelo. Al planeta que sea, pero vuelo.
Madrugada de sábado. Permito a un bolígrafo cumplir su destino. Me lo ha regalado mi padre. Pigment ink, metallic blue. Mola. Por los balcones trepan carcajadas en manada. Estalla una botella y otra injuria ve la noche. La clásica pelea de fin de semana bajo mi ventana. Ya no me asombro. Ni siquiera me asomo. La pérdida de la inocencia es inevitable. Recuerdo cuando, exterminando una procesión de hormigas, me descubrí asesino en serie. O quizá algún otro niño me lo sugirió. O también puede ser que me lo esté inventando. Se me ocurre un estribillo, dice así: “Qué fea mancha, después la quito. Es de un mosquito… que asesiné.” Si dominara la notación adjuntaría aquí un pentagrama, para que lo cantéis conmigo. Confieso que no estoy familiarizado con el método clásico. Tengo mi propio sistema; es menos preciso que el medieval pero me hace un buen servicio. Son las 5.57. Desmorónome por falta de energía. Me parto de can y ansío desagotar la densidad del aire que simula no tener nada que decir. Me refiero a que me parto de cansancio y sin embargo hay una fuerza que me empuja a escribir. Como si estas palabras (u otras cualesquiera) fueran el traficante que provee chutes de sangre a mi corazón. Ensimismado, sin filtro ni mimo, labro palabras y oigo sus ladridos. La temperatura, la iluminación y hasta las cualidades del bolígrafo y del papel influencian lo que la mano expulsa. Quiero decir que la obra no sólo es producto del universo interior de quien escribe, sino que ésta también se ve condicionada por el entorno. De modo que si escribo mal puede ser culpa hasta de la silla.
He visto con el rabillo del ojo acercarse a uno de mis gatos y he pensado que se trataba de un fantasma. No creo en los fantasmas, aunque a veces creo más en ellos que en la Historia. Sabiendo todas las oportunidades que hubo y hay de modificar los hechos ocurridos me veo obligado a desconfiar. Disculpad mi imprudencia, señores historiadores. Por ridículo que parezca, sí creo en la verdad, ese abanico inconmensurable, multidimensional. También creo en el infinito a la par que acepto que no alcanzo ni alcanzaré nunca a comprenderlo. Sospecho que esto se debe a que me cuesta aún más imaginar un final absoluto: a la nada le doy vueltas y… nada. No logro ni acercarme a la esencia del concepto. Always, never, everything and nothing: Four ghosts. Hace mucho que no canto esa canción…
Estoy desvelado. Me levanto de la cama y enciendo el ordenador. Pongo música y abro el Word. Tengo hambre. Voy a la cocina. Dicen que el tamaño no importa, no obstante, yo prefiero pelar patatas grandes que pelar patatas chicas. Las patatas chicas son insoportables. Iba a escribir “las chicas son insoportables” para no repetir la palabra “patatas”, pero imagino que alguien podría malinterpretarme. ¿Quién? ¿Hay alguien ahí? Me he puesto a cocinar mas la fuerza escribidora, escritoril y hasta escrotista, persiste. Como si estas palabras fueran el fuelle que provee aire a mis pulmones. Como si la vida no fuera suficiente y tuviera que escribirla para que exista. Y hablando de sinsentidos, parece que se acabó la pelea. Ya no trepan carcajadas en manada por los balcones. El silencio me reconforta. Vivo en una ciudad, por lo que el silencio en este caso se compone del sonido casi imperceptible de la televisión de algún vecino, del lejano murmullo de los coches surcando las calles húmedas y de esporádicos maullidos. Convivo con felinos. Miau, dicen. Miau = me and you. ¿Me sigues? ¿Hay alguien ahí? Ignoro a dónde voy. Sólo sé que quiero sobrevaciarme, imprimir mi delirio. Corro del ordenador a la cocina y de la cocina al ordenador. Al vicio creativo no le vengas con pausas. Casi nunca escribo directamente en la computadora. Ahora mismo, sí. El horno ya está caliente. Me llama, abriéndose paso a codazos entre ladridos de palabras labradoras. Acudo y le meto un pollo con patatas en la boca. Lo bueno de las patatas pequeñas es que son más sabrosas. Una de cal y otra de arena. No tengo ni idea de cuál es la buena, y debo confesar que tampoco me interesa demasiado averiguarlo. La ignorancia es mi zona de confort. Hay quien aconseja salir de ahí. ¿De la ignorancia? No, hombre… ¡De la zona de confort! Supongo que se trata de alguien que sonríe cada mañana cuando suena la alarma de su despertador. Para mí, la cama es un templo. Se recomienda entrar tanto como salir. Se comenta también que ésta es la clave de la existencia. Dios no juega a los dados, prefiere la ruleta rusa. El misterio es mi zona de confort. De complot, de canción, de candor, que dicho sea de paso, es una palabra que jamás había utilizado. Dejo de teclear. Nos miramos a los ojos y estrechamos nuestras manos. “Encantado, candor”. Ante todo, buena educación. La cama como zona de confort. Y de condón, excepto cuando la clave de la existencia irrumpe tal que un despertador a la hora señalada y el amor entra en la arena cual gladiador temerario y rubicundo. Esta última palabra tampoco me resulta familiar, no la uso… en mi día a día… sé que Dios no juega a los dados. Me consta que prefiere los dardos. Los dardos envenenados; (…)
👍👍
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🙂
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